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La Santa Biblia |
I. El desorden de la concupiscencia
2535 El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas
agradables que no poseemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o
calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con
frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar
injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra persona.
2536 El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y
el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el
deseo
desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder.
Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría
al prójimo en sus bienes temporales:
«Cuando la Ley nos dice: No codiciarás, nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed codiciosa de los bienes del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: El ojo del avaro no se satisface con su suerte (Qo 14, 9)» (Catecismo Romano, 3, 10, 13).
2537 No se quebranta este mandamiento deseando obtener
cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por medios justos. La catequesis
tradicional señala con realismo “quiénes son los que más deben luchar contra sus
codicias pecaminosas” y a los que, por tanto, es preciso “exhortar más a
observar este precepto”:
«Hay [...] comerciantes [...] que desean la escasez y la carestía de las mercancías, y no soportan que otros, además de ellos, compren y vendan, porque ellos podrían comprar más barato y vender más caro; también pecan aquellos que desean que sus semejantes estén en la miseria para ellos enriquecerse comprando y vendiendo [...]. También hay médicos que desean que haya enfermos; y abogados que anhelan causas y procesos numerosos y sustanciosos...» (Catecismo Romano, 3, 10, 23).
2538 El décimo mandamiento exige que se destierre del
corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el
arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía
una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico que, a pesar de sus
numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la oveja (cf 2 S 12,
1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4, 3-7; 1 R 21,
1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2, 24).
«Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros [...] Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? [...] Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo [...] Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras» (San Juan Crisóstomo, In epistulam II ad Corinthios, homilía 27, 3-4).
2539 La envidia es un pecado capital. Manifiesta la
tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de
poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave es
un pecado mortal:
San Agustín veía en la envidia el “pecado diabólico por excelencia”“De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (San Gregorio Magno, Moralia in Job, 31, 45).
2540 La envidia representa una de las formas de la
tristeza y, por tanto, un rechazo de la caridad; el bautizado debe luchar contra
ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el
bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:
«¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado —se dirá— porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros» (San Juan Crisóstomo, In epistulam ad Romanos, homilía 7, 5).
II. Los deseos del Espíritu
2541 La economía de la Ley y de la Gracia aparta el
corazón de los hombres de la codicia y de la envidia: lo inicia en el deseo del
Supremo Bien; lo instruye en los deseos del Espíritu Santo, que sacia el corazón
del hombre.
El Dios de las promesas puso desde el comienzo al hombre en
guardia contra la seducción de lo que, desde entonces, aparece como “bueno
[...] para
comer, apetecible a la vista y excelente [...] para lograr sabiduría” (Gn 3, 6).
2542 La Ley confiada a Israel nunca fue suficiente para
justificar a los que le estaban sometidos; incluso vino a ser instrumento de la
“concupiscencia” (cf Rm 7, 7). La inadecuación entre el querer y el hacer (cf
Rm
7, 10) manifiesta el conflicto entre la “ley de Dios”, que es la “ley de la
razón”, y la otra ley que “me esclaviza a la ley del pecado que está en mis
miembros” (Rm 7, 23).
2543 “Pero ahora, independientemente de la ley, la
justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas,
justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen” (Rm 3,
21-22). Por eso, los fieles de Cristo “han crucificado la carne con sus
pasiones y sus apetencias” (Ga 5, 24); “son guiados por el Espíritu” (Rm 8, 14)
y siguen los deseos del Espíritu (cf Rm 8, 27).
III. La pobreza de corazón
2544 Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él
respecto a todo y a todos y les propone “renunciar a todos sus bienes” (Lc 14,
33) por Él y por el Evangelio (cf Mc 8, 35). Poco antes de su pasión les mostró
como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que
tenía para vivir (cf Lc 21, 4). El precepto del desprendimiento de las riquezas
es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.
2545 “Todos los cristianos han de intentar orientar
rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a
las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica,
buscar el amor perfecto” (LG 42).
2546 “Bienaventurados los pobres en el espíritu” (Mt 5,
3). Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y
de paz. Jesús celebra la alegría de los pobres, a quienes pertenece ya el Reino
(Lc 6, 20)
«El Verbo llama “pobreza en el Espíritu” a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia; el apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: “Se hizo pobre por nosotros” (2 Co 8, 9)» (San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, oratio 1).
2547 El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran
su consuelo en la abundancia de bienes (cf Lc 6, 24). “El orgulloso busca el
poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los cielos” (San
Agustín, De sermone Domini in monte, 1, 1, 3). El abandono en la providencia del Padre del cielo
libera de la inquietud por el mañana (cf Mt 6, 25-34). La confianza en Dios
dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.
IV. “Quiero ver a Dios”
2548 El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre
del apego desordenado a los bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la
visión y la bienaventuranza de Dios. “La promesa [de ver a Dios] supera toda
felicidad [...] En la Escritura, ver es poseer [...]. El que ve a Dios obtiene todos los
bienes que se pueden concebir” (San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus,
oratio 6).
2549 Corresponde, por tanto, al pueblo santo luchar, con
la gracia de lo alto, para obtener los bienes que Dios promete. Para poseer y
contemplar a Dios, los fieles cristianos mortifican sus concupiscencias y, con
la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer y del poder.
2550 En este camino hacia la perfección, el Espíritu y la
Esposa llaman a quien les escucha (cf Ap 22, 17) a la comunión perfecta con
Dios:
«Allí se dará la gloria verdadera; nadie será alabado allí por error o por adulación; los verdaderos honores no serán ni negados a quienes los merecen ni concedidos a los indignos; por otra parte, allí nadie indigno pretenderá honores, pues allí sólo serán admitidos los dignos. Allí reinará la verdadera paz, donde nadie experimentará oposición ni de sí mismo ni de otros. La recompensa de la virtud será Dios mismo, que ha dado la virtud y se prometió a ella como la recompensa mejor y más grande que puede existir [...]: “Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Lv 26, 12) [...] Este es también el sentido de las palabras del apóstol: “para que Dios sea todo en todos” (1 Co 15, 28). El será el fin de nuestros deseos, a quien contemplaremos sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos sin cansancio. Y este don, este amor, esta ocupación serán ciertamente, como la vida eterna, comunes a todos» (San Agustín, De civitate Dei, 22,30).
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